Suena a Semana Santa

En la Cuaresma de 1994 publiqué un artículo en el número extra de DIARIO16, edición de Sevilla. Escribía sobre algunas de las músicas y de otros sonidos presentes en las cofradías, que podemos escuchar si prestamos atención

Es la Semana Eterna. Aquella que contiene en su interior cuánto nuestra cultura milenaria y nuestra memoria histórica ha sido capaz de reunir y conservar. Auténtica explosión de contrastes -el Barroco lo inventaron entre diversos cofrades que no se ponían de acuerdo en la forma de expresar plásticamente su fe- para todos los sentidos. Contrastes en sus colores y tactos -negro ruán y verde terciopelo-, sus olores -pabilo incandescente y azahar granado-, sabores -torrija melada y bacalao en pavía- y, claro está, por sus sonidos.

Y sin contradicciones, sin sustituciones apenas a lo largo de los años sino hilando, con la especial sabiduría del Sur, una superposición y coexistencia perfecta de cuánto hemos querido aportar, popularmente, a la conmemoración de la Pasión.

Suena a Semana Santa la plaza de San Lorenzo cuando ya en la madrugada del Miércoles el bullicio de la gente y la música de la banda acompañan triunfalmente a la Bofetá. Y la misma plaza, cuarenta y ocho horas más tarde, también suena a Semana Santa con el silencio y sobrecogimiento ante el Gran Poder. Tan sonido de estos días es uno como el otro. Que así lo hemos escrito en el libro en blanco de las normas que hemos de seguir en la contemplación de las cofradías y así lo hemos cumplido.

Los sonidos son parte esencial para nuestra comprensión del desfilar de las Hermandades. Son aviso de su cercana llegada, o de su recién perdida presencia. Nos anuncian la inmediata levantá, al metálico golpear del martillo. El próximo inicio de una marcha, con el golpe del bombo y los platos. La estrechez de una calle, por el tono de las órdenes del capataz. El nazareno niño, por el golpear de las varas sobre el suelo. La sed del costalero, la aprobación de la saeta o la aparición de la Cruz de Guía en el umbral del templo.

Que tan legítimo es decir en los preámbulos ¡Huele a Semana Santa!, como después, en el desarrollo, ¡Suena a Semana Santa!

Algunos de estos sonidos, aún formando parte de la liturgia de todo el año como el roce de las cadenillas de los incensarios, se nos hace nuevo al escucharlos en la calle. Pero hay otros que están grabados en la retina del recuerdo y que, exclusivos de esta Semana, soñamos con el nuevo y fugaz encuentro de cada año. ¿O acaso el roce sobre el suelo del esparto de las alpargatas de los costaleros del Gran Poder al andar tiene posible repetición en el resto de las semanas?

¿Y qué podemos decir de cómo suena un palio? El golpear de las caídas contras los varales, el tintineo ocasional de los candelabros de cola, el seco estallido del manto en la levantá generosa, el crepitar de los cirios encendidos, terminan de dar forma, a través de nuestros oídos, a lo que la vista no alcanza a creer.

Por eso, cuando oigo decir «¡Este paso no trae música….!» no dejo de pensar que esa persona, al mirar y no escuchar, se pierde la mayor parte del milagro.

Pero también tienen razón quienes puedan hablar así con un toque de desencanto, porque entre las múltiples razones de nuestra presencia en las calles, está esa búsqueda de lo emotivo, y la música es un elemento principalísimo para encontrarlo.

Primero, la voz. Conexión directa entre la persona y la divinidad a través del aliento que expresa todo un mundo musical único en el Universo. Saeta popular, o artística de sello propio, o tal vez con la utilización formal de la seguiriya. Espontánea en la tarde, oportuna en la noche y esperada en la mañana.

En justo contraste -y si lo queremos comprobar, vayamos en la Madrugada a la plazuela del Silencio– la música de capilla que es, entre todas, la que mantiene una mayor referencia a la litúrgica. En el principio de las Cofradías eran tan sólo los cantos y salmos penitenciales, habitualmente interpretados por la comunidad conventual ligada a la Hermandad, los que sonaban en el acompañamiento de las Imágenes. A estos cantos se unía, al menos, el sonar del bajón -antecesor del actual fagot-, como elemento de apoyo, del mismo modo que era usado en el Coro ante el facistol.

Música interpretada por instrumentos de madera, de poco volumen sonoro, pensada para la ciudad antigua, para la calle estrecha. Y que se debe escuchar ahí, en el momento y el lugar apropiado. Preferiblemente de regreso, por el intrincado trazado de la judería, en Francos, a las puertas de su capilla, en las alcaicerías, en Doña Guiomar, o en el interior del templo. Música que sobrecoge como ninguna, pensada para estimular el silencio.

Situada en otro de los múltiples extremos de nuestra Semana, la música de las cornetas. Prólogo necesario para muchas Cofradías o acompañamiento de resonancias heráldicas para todo un Rey.

Música de cornetas y tambores, fanfarria litúrgica, sones castrenses, obertura trágica, gritos que anuncian que todo se está consumando y que nada podemos hacer para evitarlo. Reminiscencia de las trompetas dolorosas que anunciaban el andar de la Cofradía hace cuatrocientos años.

Apenas si conocemos los nombres de las obras que escuchamos aunque si adivinamos, por la personalidad del sonido, la agrupación que las interpreta. Y con un limitado mundo de notas musicales, con una técnica de buenos pulmones, labios y dentadura firmes y una teoría musical de puntos, arriba o abajo, surge el milagro. Para esta música preferimos los espacios abiertos, el barrio. Es acompañamiento en la chicotá lenta, premio al esfuerzo del tramo complicado, ánimo en el cansancio de los últimos momentos. Pero fuera de estos Días, es anuncio de que ya queda muy poco para ver la primera en la Campana si, en cualquier espacio de los arrabales de la ciudad, oímos los ensayos cuando todavía la primavera está lejana.

Y por último, la marcha. Tras el universo de formas y colores, tras la belleza de la Madre, viene a darle otra dimensión a nuestro asombro, a nuestra veneración o a nuestra alegría. Y vamos, en muchas ocasiones, al lugar en dónde sabemos, de un año para otro, que allí siempre le tocan.

Música de banda, plena de motivos populares, ajena a los cánones de la música litúrgica, pensada para la Imagen, para el ritmo de los costaleros y para el público que la escucha, lúdicamente, para compensar la angustiosa emoción que le ha supuesto la contemplación del resto de la Cofradía.

La marcha procesional es el elemento que va a hacer que nuestra emoción llegue al punto culminante. A veces es animadora de nuestras exclamaciones a la Virgen, de nuestro aplauso, o elemento tonificante para nuestro cansancio que nos da ánimos para continuar nuestra búsqueda de la próxima. Y, a veces, es elemento imprescindible que buscamos como complemento justo de lo que vemos y sentimos, hasta que nuestra melancolía nos haga volver a casa pensando que no es un mal momento para irse a dormir y no despertar, colmado nuestro espíritu con lo que acabamos de ver y oír.

Francisco José Senra Lazo
Sevilla, 1994

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